Posteen sus textos hijos míos.
You need to go back.
Justo ahora estoy trabajando en el primer borrador de un relato corto. Si vuelves a hacer un hilo así en un par de semanas igual lo posteo.
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Cada vez me masturbo con menos frecuencia. Solía hacerlo a menudo en la ducha, sentado en la taza del váter, en la cama antes de dormir, o en la soledad de cualquier hotel. A veces en retretes de avión o baños públicos. Si alguna noche me encontraba solo en casa, sacaba el ordenador portátil del cajón de mi escritorio, lo conectaba al televisor con un cable HDMI y me masturbaba furioso con películas porno en alta definición. Pero ya no. Porque cada vez que me masturbo, aunque sea con pornografía, pienso en alguna chica que me follé. Y me he dado cuenta de que, salvo mi mujer y alguna puta, hace lo menos diez años que no me acuesto con nadie. No hay nada que me excite más que conocer a una desconocida una noche y follármela a las pocas horas. En mi mente, hago una elipsis entre el momento en el que la veo por primera vez (con su vestido largo, su copa de alcohol claro en la mano y sus amigas igual de impecables, intentando parecer decente) y el momento en el que la embisto, desnuda a cuatro patas sobre la cama. Vuelvo atrás y adelante en el tiempo, intentando descubrir el deseo sexual escondido, tan bien maquillado con sofisticación y buenos modales. Y si no es deseo sexual, al menos su disponibilidad, la predisposición a aceptar mi compañía. Disfruto cuando recuerdo la primera imagen de su cara, y la contrapongo a la de su entrepierna restregándose contra la mía al ensartarla. Puede que nunca haya sido especialmente atractivo, pero he conseguido acostarme con algunas mujeres hermosas. Algunos dirán que es por dinero, y tal vez lleven algo de razón. Sin embargo, prefiero achacar mi éxito a la confianza, a la capacidad de proyectar una actitud dominante y serena. Esta capacidad la he ganado tras años de éxitos profesionales y sociales. ¿Dónde estarán ahora esas chicas? ¿A quién se follarán? Probablemente su aspecto actual diste mucho de la imagen que guardo de ellas. Pechos jóvenes, ahora caídos. Carne dulce, ya agrietada. Coños prietos, hoy dados de sí. Intento masturbarme con el recuerdo de los cuerpos jóvenes y sudorosos que el tiempo habrá corrompido sin remedio. Y me siento viejo, con el vientre hinchado y la pelambre gris de mi sexo enredándose entre los dedos al tratar de levantar mi polla con el recuerdo de lo que ya ha desaparecido. Yo viví ese momento, pero no queda nada para probarlo, salvo la erección que esos recuerdos puedan erguir de vez en cuando. La posibilidad de que no haya más me aterra. Aunque sea solamente una vez más, quiero volver a sentir el pelo largo acariciándome los cuádriceps mientras unos labios de purpurina y sabor a fresa se atragantan con mi polla, enhiesta como un obelisco. Un coño escrupulosamente rasurado, joven y fragante, húmedo. Una cinturita bien bronceada que casi pueda abarcar con las manos.
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Cuando era más joven pensé que mi apetito sexual menguaría con los años, pero no se ha reducido un ápice. Sigo arrastrándome febril por el mundo, preso de un impulso que me lleva a desear a todas y cada una de las mujeres hermosas que se cruzan en mi camino. Un veneno que se gesta en mis entrañas y expulso viscoso, perlado, cada vez más maloliente y, en ocasiones, amarillento. Recorre mi cuerpo y así, si no puedo escupirlo, ando intranquilo de un lado a otro con la sangre emponzoñada, caminando con paso ligero frente a las putas, el cuello subido y las manos en los bolsillos para que nadie pueda reconocerme. ¿Por qué haces esto, Didier? Sabes lo peligroso que es: un hombre de cierta edad y pinta de tener dinero merodeando a solas por barrios de mierda, dando vueltas como un buitre en torno a las calles en las que se exhiben las putas. No deberías, pero lo haces porque, además de la necesidad física de liberarte del veneno, sientes curiosidad por inspeccionar lo que podría ser tuyo a cambio de un billete o dos. Puede que la mayoría sean mujeres horrendas, negras obesas o heroinómanas desdentadas con tatuajes desdibujados en los antebrazos y en el lomo: letras chinas, tribales, duendes. Motivos pasados de moda que apenas se adivinan sobre la piel oscura mal iluminada por la luz de las farolas. Doblo una esquina y me cruzo con otro hombre solitario que vuelve la cabeza para fijarse en una puta que llama su atención a chasquidos, o golpeando sus anillos contra el escaparate de una droguería. Sin embargo, de vez en cuando aparece una moldava, o una rusa, o una ucrania, bellas jovencitas con zapatillas de deporte doradas, pantalones prietos y haciendo girar el paraguas tricolor con el que se protegen de la llovizna. Una de ellas me invita con dulzura, we go now baby?, y yo me dejo llevar a un callejón oscuro, atravieso con ella un portal sórdido y entramos en un piso que, a primera vista, resulta sorprendentemente limpio, femenino, acogedor, decorado como si estuviese alquilado por unas estudiantes recién llegadas a la ciudad. Sin embargo, algo no termina de encajar, y cuando me fijo en algunos detalles, advierto que la decoración pretende ser femenina de una manera burda, casi infantil. Así, en vez de unas amigas, me imagino a dos o tres albaneses enormes como asnos haciendo un gran esfuerzo por adivinar cómo demonios decoraría ese espacio una mujer: de qué color lo pintaría, qué muebles compraría, qué colgaría de las paredes o cómo combinaría las cortinas con el sofá. El resultado es, al final, algo tétrico, y no consigue distraerme de la idea de que allí se explotan cuerpos de adolescentes por un precio de miseria.
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La rumanita (o la bielorrusa, o la húngara) me lleva de la mano a la habitación, con una cama doble sobre la que descansa un enorme oso de peluche, abrazado a un gran corazón rojo con la palabra LOVE estampada en letras blancas. Enciende una vela de vainilla. Se pone frente a mí, le extiendo el dinero, lo guarda en un cajón de la cómoda, se arrodilla y me desabrocha el cinturón con sus manos finas y blancas, las uñas esmaltadas color verde lima. ¿Por qué haces esto, Didier? Tu hijo es mayor que esa chica. ¿Cómo coño ha terminado aquí, encendiendo velas perfumadas para distraer el olor agrio de las braguetas de hombres de cuarenta, cincuenta, sesenta años? ¿Serán ciertas esas historias de chicas engañadas con la promesa de convertirse en modelos, despojadas de sus pasaportes, vigiladas desde los cristales tintados de un bmw de segunda mano para que no se muevan de sus esquinas y capten clientes toda la noche? ¿Cómo se resignan a ello? ¿Será verdad que si una de ellas intenta rebelarse contra sus dueños termina degollada, desmembrada y sepultada con cal viva en los alrededores de algún vertedero? ¿Cuántas de las putas con las que he estado se encontrarán ahora bajo tierra por haberse atrevido a levantar la voz, por haber querido volver a casa, o simplemente por haber dicho ‘no’ una sola vez? Tal vez sean exageraciones. Prefiero formarme la impresión de que tienen la cabeza en blanco, aceptan su destino. Cuerpos sin alma que cumplen funciones fisiológicas básica: respiran, comen, defecan, duermen y se abren de piernas para que otros purguemos de nuestro organismo el veneno que nos hace babear, nos llena el cuerpo de fiebre y nos urge a usar su carne, que es receptáculo de nuestro esperma y nada más. No son ni lo bastante hermosas como para convertirse en modelos o actrices y escapar de su irremediable tragedia, ni lo bastante inteligentes como para engañar a un pobre diablo que se apiade de ellas e intente sacarlas de allí. Asumen su destino mansamente. Y si son lo bastante estúpidas como para dejarse robar la documentación y verse obligadas a follar con desconocidos por calderilla, a lo mejor están bien ahí, muriendo jóvenes, de hipotermia o por sobredosis, tras unos años pasando frío en las calles de ciudades prósperas y clima hostil (París, Londres, Bruselas, Berlín, Copenhague) o, si intentan hacer algo estúpido, descomponiéndose en el fondo de un pantano, atadas a una batería de coche, los pechos apuñalados y la espalda flagelada, aún con algo de purpurina en las uñas. Selección natural. Unos disponemos de la carne de quienes no son capaces de ofrecer nada mejor a la humanidad.
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4/3
Las que son un poco más listas no se dejan engatusar por promesas de convertirse en modelos o actrices porque saben que nunca lo van a conseguir, y en vez de saltar a los brazos de una banda de rudos traficantes de mujeres, prefieren hacer el viaje a Europa (la Europa de verdad, la que es próspera) a solas o, mejor aún, con una amiga, con un puñado de vestidos de imitación y un par de zapatos de tacón en la bolsa de deporte, pasando hambre en un interminable viaje en autobús, atravesando las ciudades grises y suicidas, los bosques imponentes y las autopistas agrietadas del este.
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